De aquel vienes 13 de marzo de 2020 a la fecha, el país ha perdido 6 mil 531 vidas a causa del coronavirus y acumula más casos que China, país 81 veces más grande en población.
Por Carmen Maldonado Valle
En un año, los desechos de papel y cartón se degradan por completo, la Tierra da una vuelta entera alrededor del sol y una pandemia deja huella en todos los países del mundo. Para Guatemala ese rastro se resume en 181 mil 143 casos (al 10 de marzo) acumulados de coronavirus. En tanto en China 101 mil 285, según el Centro de Investigación de la Universidad John Hopkins, de un 81 veces más grande en población.
Ellos reportan 4 mil 636 muertes; Guatemala 6 mil 531. En estos 12 meses de convivir con la pandemia ha habido cambios en la vida de los vecinos, las municipalidades y los personas a cargo de Salud.
El 5 de marzo de 2020 se declaró estado de calamidad en todo el territorio nacional y se aprobó un préstamo de Q230 millones con el Banco Mundial para sufragar los gastos por insumos hospitalarios. Ocho días más tarde, el Presidente anunció el primer caso de coronavirus y sugirió a la población quedarse en casa para evitar la propagación de la enfermedad. También recomendó el uso de la mascarilla en sitios públicos y el lavado de manos constante.
“Estimados conciudadanos” pronunció en la conferencia de prensa del 17 de marzo, cuando Alejandro Giammattei anunció las nuevas medidas de prevención: se prohibían todos los eventos, se suspendían las actividades laborales públicas y privadas, las fronteras se cerraban y todos los establecimientos, excepto las farmacias, tenían un horario de atención de 4:00 a 21:00 horas. Así de estrictos.
El 13 de abril, el ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) reportaba 118 contagiados, y la recomendación del uso de la mascarilla se hizo obligatoria. El Gobierno publicó sus nuevas disposiciones: respetar el distanciamiento físico, los mercados solo abrirían medio día, las tiendas de barrio y pequeños comercios solo podrían operar hasta las 16 horas, y las embarazadas, adultos mayores y enfermos crónicos no podían salir de sus casas.
En ese mes también se decretó el toque de queda de 16:00 horas a 4:00 del día siguiente. “Y sancionamos a quienes no lo cumplían porque era para cuidarnos entre todos. También costó que los paisanos que habían viajado a otros países guardaran cuarentena por prevención, entonces la Policía patrullaba cerca de sus casas para vigilar que no salieran”, recuerda Noé Boror, el alcalde de San Pedro Sacatepéquez, Guatemala, que reportó el primer caso en el país.
En otros municipios como San Pedro Carchá, Alta Verapaz, su mayor dificultad fue la falta de agua potable cuando el llamado era el lavado constante de manos, recuerda Winter Coc. El Censo 2018 refleja que en ese municipio solo dos de cada diez hogares reciben agua entubada, los demás dependían de chorros públicos o esperaban la lluvia.
“Instalamos conexiones de agua en al menos diez comunidades. Era para lo que daba el presupuesto, porque también debimos atender emergencias como las tormentas Eta e Iota y todo eso requería dinero”, explica Coc. Esas diez adquisiciones se encuentran en Guatecompras, el cual también detalla que 2020 fue el año en el que más dinero se erogó en la última década.
El 20 de abril, Giammattei anunció que los habitantes de los departamentos con más contagios no podrían moverse a otros lugares. Y ese fue el cambio más grande para el municipio de Coc, porque muchos de los vecinos de Carchá viajaban a la Ciudad de Guatemala por trabajo: “Ya no quisieron ir, porque le tenían desconfianza a la capital. Muchos dejaron sus puestos allá porque podían enfermarse, pero eso significó tener más hogares que se apretaban el cinturón”.
El caso de Chuarrancho
Tal y como ocurrió en San Pedro Carchá, los habitantes de Chuarrancho, Guatemala, también renunciaron a sus empleos en la capital, cuenta Esdras Xuyá, concejal IV, pero no fue a raíz de las restricciones departamentales sino porque el transporte público cesó y los ciudadanos no podían movilizarse a diario, ni siquiera si tenían vehículo propio.
Entre el 15 de junio y el 10 de agosto, el Gobierno implementó un sistema de movilización a partir del número de placa: los martes, jueves y sábado circularían los carros con placas terminadas en número par; los lunes, miércoles y viernes era el turno de las placas impares. Los domingos, por otro lado, nadie podría salir.
“No toda la gente tenía dos carros, como para alternar e ir al trabajo a diario. Algunos ni siquiera tenían y, a falta de buses, tuvieron que dejar el trabajo. Su alternativa era pagar un taxi, pero era costoso. Si bien podían compartir con otra gente la cuota, se arriesgaban a un contagio. Por todos lados era un problema”, dice Xuyá.
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El 10 de julio se implementó el sistema de alertas, el semáforo, por el cual los municipios estarían en rojo, anaranjado, amarillo o verde según los casos positivos reportados en ellos. El color también determinaría las actividades que podía realizar cada lugar, el aforo del transporte público, la apertura de centros comerciales, entre otros.
Desde entonces, a Chuarrancho no le ocurrió como a los demás municipios, que se mantenían en ciertos colores y muy pocas veces variaban. De hecho, nunca duró más de un mes en un solo color: anaranjado, rojo, anaranjado, amarillo, rojo… Así, cada 15 días.
La razón, comenta el concejal, es que se trata de un municipio donde el acceso al agua es irregular. A pesar de que el censo 2018 reporte que en nueve de cada diez hogares tienen conexión de agua potable entubada, eso no significa recibirla a diario. “Esto dificulta el lavado de manos, por ejemplo, y con eso hay más propensión al virus. A mi casa llega cada 20 días y la almacenamos en toneles, pero en otras comunidades pasan uno o dos meses sin recibirla”, sostiene.
Xuyá agrega que aunque todos tengan tuberías, el problema es la escasez. Para 2021 la alcaldía planea adquirir terrenos con nacimientos acuíferos para abastecer a la población.
Los cambios
“Sálvese quien pueda: O nos da o nos salvamos de que nos dé”, espetó Giammattei al anunciar el semáforo de alertas. A partir de entonces, los comercios empezarían a abrir según el color de su municipio, las restricciones de placas se eliminaban y los guatemaltecos debían tomar sus propias medidas de prevención.
“Yo sí me cuidé, pero de todos modos no me salvé” dice, en cambio, Delmy de Alemán, una vecina de la capital que contrajo COVID-19 en diciembre de 2020. Dos meses después de su recuperación, da negativo, pero los síntomas persisten.
“La COVID me cambió la vida entera: no puedo cocinar porque no he recuperado el gusto y el olfato. No puedo dormir, porque el principal síntoma que tuve fue el insomnio, y ese ese mantiene. No puedo moverme bien, porque el dolor de articulaciones que me dio con la enfermedad sigue conmigo”, describe De Alemán.
Llevó el tratamiento en casa “y no podía respirar, pero no quería ir a un hospital porque no quería arriesgarme a morir sola allí. Salí de eso con medicamentos y terapia respiratoria, pero de verdad no quería ir allí. Pienso que esa muerte no es igual”, supone.
Ilma Alvarado es enfermera en un sanatorio y cuenta que el cambio más grande experimentado a raíz de la pandemia es no poder abrazar a sus hijos. A nivel laboral, las cosas no fueron distintas, porque estaba acostumbrada a atender turnos largos con pacientes en estado crítico, pero concuerda con Delmy de Alemán en que la muerte por coronavirus cambia “porque es como si la viéramos venir”, dice.
Por la gravedad del estado de salud de los pacientes que necesitan un respirador, las enfermeras intuyen cuándo será efectivo el procedimiento y cuándo no, pero de todos modos luchan por salvarles la vida: “Antes de ponerles el tubo les damos un teléfono para hacer videollamada con su familia para avisar que no pueden respirar y se les colocará el respirador, pero eso implica que entrarán en coma. No todos sobreviven y por eso la muerte cambia: tratamos de detenerla, pero la vemos venir”.
Alvarado atiende un pabellón específico para pacientes con coronavirus. Está en en la denominada primera línea al referirse a médico y enfermeras que atienden a pacientes. Sin embargo, hay otro oficio que entró en este grupo desde marzo de 2020: las comadronas.
Angelina Sacbajá es comadrona en Tecpán, Chimaltenango: “Nosotras siempre estuvimos en primera línea, pero hasta ahora se nos reconoce”. Las consultas externas cerraron en los centros de salud y hospitales públicos, entonces las embarazadas que no podían pagar el control prenatal en un centro privado acudían a ella.
El trabajo aumentó, según Sacbajá, pero el modo de realizarlo no. “Para los partos siempre hemos usado mascarilla y no arriesgamos a las pacientes. La única diferencia es que ahora las examinamos a solas, para prevenir los contagios de coronavirus, porque antes solían venir las mujeres con toda su familia”, añade.
Tras 365 días de pandemia, Guatemala tiene 7 mil 689 casos activos de COVID-19 y se han registrado 6 mil 531 muertes, según el ministerio de Salud. Los ciudadanos se ajustaron a la nueva normalidad con cubrebocas, y como dice el alcalde de San Pedro Sacatepéquez, “todos pusimos los ojos en la vacuna. Allí se va a terminar la emergencia”.