Dar negativo tras contraer coronavirus no siempre implica dejar de tener síntomas. Algunos pueden quedarse con ellos durante meses y aún no hay evidencia sobre cómo prevenirlo.

Por Carmen Maldonado Valle
Los esposos Alemán tienen 60 y 63 años, viven en la capital. Contrajeron coronavirus en diciembre de 2020, se trataron en casa y el mes siguiente sus pruebas daban negativo. Ya pasaron ocho meses y algunos de sus síntomas no se van. Tienen COVID persistente o “Long COVID”.
Entre los pasatiempos de Elmy de Alemán estaban la cocina y la cata de vinos, pero ahora no puede hacer bien ninguna. “Porque cuando me contagié perdí el olfato y aún no lo recupero del todo, entonces no percibo todos los sabores. Lo bueno es que puedo dedicar más tiempo a otras cosas, como la lectura”, dice.
Se siente cansada sobre todo por las mañanas porque desde que enfermó tiene insomnio. Además, le duelen las articulaciones mientras camina, aunque ya no tanto como en diciembre.
Jorge, su esposo, no puede hablar durante mucho tiempo porque se queda sin aire y aún tiene tos. “Eso conlleva un dolor abdominal al cual me acostumbré, pero la semana pasada dijimos ‘basta’ y fuimos con un segundo médico. El primero nos pidió paciencia porque era normal”, dice.
El internista de la semana pasada les diagnosticó COVID persistente, una condición donde tras dos semanas desde la finalización del aislamiento, quienes se contagiaron aún tienen síntomas, según el epidemiólogo, Edwin Calgua. Se puede tratar, explica, con medicamentos, aunque hay quienes no lo requieren, pero eso se determina tras hacer estudios.
“Cuando alguien se infecta, debe pasar 13 días apartado. Si tras ello pasan dos semanas más y sus dolores no se van, ya hablamos de síndrome posCOVID-19. Si pasan otros dos meses a partir de ello, es COVID crónico”, añade el médico. En estos casos, se debe consultar al médico familiar, quien referirá con el especialista indicado.
Los signos más comunes, según Mayo Clinic, son fatiga, fiebre, mareos al ponerse de pie, pérdida del gusto y el olfato, taquicardia, dolores musculares y de cabeza. También hay algunos menos frecuentes, como el insomnio, la depresión y la ansiedad.
“El problema es la posibilidad de que los dolores no solo afecten la salud física, sino también mental. El paciente puede verse impedido para hacer cosas que antes eran sencillas y ahora depende de alguien, entonces puede deprimirse”, asegura Calgua. Otra consecuencia, a su criterio, puede ser la saturación de los sistemas médicos a futuro, cuando estas personas (de uno a tres de cada diez contagiados) acudan a los hospitales para curarse.
Por ahora hay tratamientos experimentales para esta enfermedad, los cuales incluyen desde antihistamínicos hasta ciertos antidepresivos por su potencial para tratar síntomas cardíacos. Aun así, sostiene el epidemiólogo, si se requieren fármacos se administrarán los adecuados para cada órgano afectado.
Estos casos se han reportado en todo el mundo. De hecho, este año Estados Unidos declaró que algunos pacientes con COVID persistente son discapacitados, porque la enfermedad les impide escuchar, caminar, respirar, entre otras funciones.
Además, es posible un impacto en la capacidad laboral o en el aprendizaje, porque en ocasiones puede afectar la concentración o la memoria. “No hay cuerpos más propensos ni forma de evitarlo a la fecha. Es como una ruleta rusa, entonces lo mejor es protegerse, usar mascarilla y evitar aglomeraciones, además de estar alerta incluso si las personas ya se vacunaron”, concluye Calgua.